domingo, 4 de noviembre de 2007

Cuento Sufi - La capa pesada (del Mula Nasrudin)


A lo largo del la ruta de la seda, durante el descanso de los viajeros, los cuentos del Mula Nasrudin son un bálsamo y una alegría.

Una noche la gente oyó un ruido espantoso que provenía de la casa de Nasrudin. A la mañana siguiente y apenas se levantaron lo fueron a visitar y le preguntaron: "¿Qué fue todo ese ruido?". "Mi capa cayo al suelo". Respondió Nasrudín.
Pero: "¿Una capa puede hacer tal ruido?" Le cuestionaron:
"Por supuesto, sí usted está dentro de ella, como yo lo estaba"

Cuento de la India - Ni tu ni yo somos los mismos


El Buda fue el hombre más despierto de su época. Nadie como él comprendió el sufrimiento humano y desarrolló la benevolencia y la compasión. Entre sus primos, se encontraba el perverso Devadatta, siempre celoso del maestro y empeñado en desacreditarlo e incluso dispuesto a matarlo. Cierto día que el Buda estaba paseando tranquilamente, Devadatta, a su paso, le arrojó una pesada roca desde la cima de una colina, con la intención de acabar con su vida. Sin embargo, la roca sólo cayó al lado del Buda y Devadatta no pudo conseguir su objetivo. El Buda se dio cuenta de lo sucedido pero permaneció impasible, sin perder la sonrisa de los labios. Días después, el Buda se cruzó con su primo y lo saludó afectuosamente. Muy sorprendido, Devadatta preguntó: -¿No estás enfadado, señor? -No, claro que no. Sin salir de su asombro, inquirió: -¿Por qué? Y el Buda dijo: -Porque ni tú eres ya el que arrojó la roca, ni yo soy ya el que estaba allí cuando me fue arrojada.

Cuento Sufi - La mujer perfecta (del Mula Nasrudin)



Nasrudin conversaba con un amigo.
- Entonces, ¿Nunca pensaste en casarte?
- Sí pensé -respondió Nasrudin. -En mi juventud, resolví buscar a la mujer perfecta. Crucé el desierto, llegué a Damasco, y conocí una mujer muy espiritual y linda; pero ella no sabía nada de las cosas de este mundo.
Continué viajando, y fui a Isfahan; allí encontré una mujer que conocía el reino de la materia y el del espíritu, pero era muy fea.
Entonces resolví ir hasta El Cairo, donde cené en la casa de una moza bonita, religiosa, y conocedora de la realidad material.
- ¿Y por qué no te casaste con ella?
- ¡Ah, compañero mío! Lamentablemente ella me dijo que para casarse quería hombre perfecto.

Cuento de Mongolia - La derrota del rey


Ésta era una vez el rey de un país que un día hizo colgar un aviso: –Al niño capaz de decirme una buena mentira le daré un gran premio–. Oyeron esto los nobles y oficiales de la corte, y fueron sus hijos a contar toda clase de mentiras al rey, pero ninguna le agradaba. En el mismísimo final se apareció un muchacho pobre.
–Y tú, ¿a qué has venido? –preguntóle el rey.
–Mi padre me mandó a que cobrara una deuda que Su Majestad tiene con él.
–Con tu padre no hay ninguna deuda, tú mientes –contestó el rey.
–Si realmente he mentido, si le he dicho algo falto de fundamento, entrégueme entonces el premio.
El rey se dio cuenta del ardid y repuso con prontitud:
–Me parece que todavía no has dicho ninguna mentira.
–Si yo no he mentido, entonces pague su deuda –dijo el muchacho. Al rey no le quedó más remedio que mandarlo a casa entregándole una bolsa de oro y frutas como había prometido.

Cuento Sufi - Las apariencias (del Mula Nasrudin)


Cuenta el sufi Mula Nasrudin que cierta vez asistió a una casa de baños pobremente vestido, y lo trataron mal, muy mal, y ya para salir dejó una moneda de oro de propina.
A la semana siguiente fue ricamente vestido y se desvivieron para atenderlo...y dejó una moneda de cobre, diciendo:
-Esta es la propina por el trato que me dispensaron la semana pasada y la propina de la semana pasada, es por el trato de hoy.

Cuento de Mongolia - Cuento del toro



Había una vez un toro enorme. En su cabeza vivía un rico. En el riñón vivía otro, y en el fondillo otro más. El rico de la cabeza tenía pastos de invierno y de primavera para su ganado. El rico del riñón lo mismo tenía pastos de invierno y de primavera. Dijo el rico de la cabeza al del medio: –En los últimos tiempos este toro no ha comido hierba–. Díjole entonces el rico del medio al del fondillo: –Este estómago hueco se está vaciando–. El del fondillo respondió: –Ah, yo he vivido aquí muchos años, y este toro aún no ha vaciado sus intestinos en todo este tiempo. ¿Cuál puede ser la razón?–. Este hombre solía usar la bosta del toro para encender fuego.
Finalmente, el toro murió. Una zorra estuvo tres años comiéndoselo y lo terminó. Después de esto, sólo quedó en el suelo el omóplato del toro. Sobre aquel omóplato setenta guerreros acamparon y levantaron setenta tiendas. Después que los guerreros se marcharon, vino un pájaro y se llevó el omóplato en el pico. El ave se posó en los cuernos de un macho cabrío. Debajo de las barbas del macho cabrío vivía un viejo con su mujer. Al pájaro se le cayó el omóplato dentro del ojo del viejo. Juntáronse los vecinos con palas y azadones, pero no pudieron sacarle el omóplato. Entonces la vieja le lamió el ojo y sacó el omóplato...
¿De todo esto qué era lo mayor? Si se respondiera: «El omóplato», sería la idea de un tonto. Si se respondiera: «El águila», sería la opinión de un inculto. Si se respondiera: «El viejo», sería el pensamiento de uno perspicaz. Si se respondiera: «La vieja», sería la idea de un miope. Si se respondiera: «El macho cabrío», sería el pensamiento de un sabio. Si se respondiera: «Los setenta guerreros», sería el pensamiento de uno con multitud de ideas.

Cuento de la China - Quince monedas honestas


Érase una vez una pobre mujer y su hijo que vivían en una pequeña aldea. Todos los días se levantaban antes del amanecer para recoger leña en el bosque. Luego el niño la llevaba al mercado para venderla como combustible en cocinas y chimeneas. Con el dinero que obtenía compraba las cosas que necesitaban: aceite, huevos y arroz, y luego regresaba a casa.
Un día, cuando estaba en el mercado esperando pacientemente a que la gente le comprara su leña, de repente vio un pequeño bolso que seguramente se le había caído a alguien. No sabía que hacer con él, así que corrió a su casa para enseñárselo a su madre.
“Madre, mira lo que he encontrado”, dijo el niño.
Abrieron el bolso y contaron 15 monedas de oro.
“La persona que lo perdió debe estar preocupada. Tienes que volver al mercado y encontrar a la persona que lo perdió. Puede ser una persona tan pobre como nosotros que tenía pensado usar el dinero para arroz y aceite. Tú simplemente tienes que permanecer en el mismo lugar donde encontraste el monedero, y seguramente que la persona que lo perdió vuelve a buscarlo allí. El conservar las monedas me hace sentir muy mal, o sea, que apresúrate y encuentra a su propietario”
Así que, tal como deseaba la madre, el niño volvió al mercado para encontrar al propietario. Poco tiempo después se dio cuenta de que un comerciante miraba para todos los lados como si hubiera perdido algo.
“¿Señor, ha perdido usted algo? Le preguntó el chico.
“Sí, he perdido un bolso. Debe habérseme caído en alguna parte”
“¿Es este el bolso, señor? Preguntó el niño al comerciante.
“¡Oh, sí! Exclamó el hombre, e inmediatamente comenzó a contar las monedas que había dentro.
“1, 2, 3, …¡15! ¡Sólo hay 15! Tenía 30 monedas en el bolso. Tú te has quedado con 15. ¿Cómo te atreves a robar mi dinero?”
“Yo soy honesto, señor, se lo aseguro, había solamente 15 monedas en el monedero”, lloraba el niño.
Comenzaron a discutir, y poco después una gran multitud de gente se reunió allí para ver lo que pasaba. La discusión empeoró, cada uno acusando al otro de no ser honesto. La gente que se arremolinaba alrededor les decía que fueran a ver al juez para terminar con la disputa, así que, al final, una larga hilera de gente se encaminó hacia la oficina del juez.
“¿Cuántas monedas había en el bolso?” Preguntó el juez al chico.
“Quince, señor”
“¿Y contaste tú solo las monedas?
“No, señor, mi madre también estaba allí, y las contamos juntos”, explicó el niño.
Al oír esto, el juez mandó a llamar a la madre y le preguntó lo mismo.
Ella contestó con honestidad que había quince monedas en el bolso.
“Le dije a mi hijo que volviera al mercado inmediatamente para intentar encontrar al propietario”
El juez echó una larga mirada a la mujer y a su hijo, y luego le preguntó al comerciante:
“¿Cuánto dinero has perdido?”
“Perdí 30 monedas de oro. Este niño me ha robado 15 monedas. Exijo que me las devuelva inmediatamente.”
El juez echó una larga mirada al comerciante también y consideró qué sería lo más justo. Después de un rato, una ligera sonrisa apareció en su rostro y declaró:
“Como insistes en que has perdido un monedero con 30 monedas de oro, este monedero no puede ser el tuyo, por lo tanto no lo podrás reclamar”.
Mirando al niño, dijo:
“Dado que tú encontraste el bolso y nadie con derecho a él lo ha reclamado, puedes quedarte con el dinero para comprar las cosas que tu madre y tú necesitéis. Caso cerrado”
Todas las personas en la sala, excepto el comerciante, se sintieron satisfechos, y creyeron que había sido la mejor decisión”.

domingo, 16 de septiembre de 2007